¡ILUSTRACIÓN YA! LA BRUJERÍA EMPOBRECE A ÁFRICA
Sabido es que el debate más trascendente del África postcolonial es la dicotomía entre la tradición o modernidad. En alguna parte tengo escrito que se trata de una controversia falaz, puesto que son conceptos antitéticos, al ser posible una vía intermedia que concilie ambas propuestas. Ni el africano actual debe vivir como sus bisabuelos y tatarabuelos, ni estamos condenados a asumir reglas, ideas y comportamientos a nuestro juicio deshumanizadores impuestos por otras culturas. Esa necesaria síntesis nos permitiría caminar por el mundo con una personalidad propia, original. África no puede seguir recibiendo siempre, sino esforzarse por aportar a las demás civilizaciones su propia esencialidad. Y eso requiere una revisión profunda de nuestras tradiciones, de nuestro sistema cosmogónico. El concepto de cultura implica un imprescindible dinamismo, pues toda tradición que no se renueva lleva en sí el germen de su destrucción.
África posee muchos usos revisables, y otros cuya conservación y fomento pueden ser útiles a este mundo cada día más materialista y utilitarista. Uno de los primeros es la BRUJERÍA, con todas sus siniestras derivaciones. Cualquiera que se acerque a nuestras sociedades sabe que en África abundan los BRUJOS -conocidos como “MARABÚES” en algunos países francófonos-, y castas de “MEDICINEROS”, ADIVINOS Y HECHICEROS, a los que acuden a menudo ciudadanos ansiosos de medrar, mantener prebendas y sinecuras, conseguir el amor y la fidelidad del ser deseado. Poderes supuestamente mágicos a los que se recurre para delinquir; por ejemplo, amedrentando a millares de mujeres para que ejerzan la prostitución, según es notorio que practican las mafias del ramo. Como casi siempre, el dinero es el “poderoso caballero” que inspira y lo consigue todo, pues, dicen, la eficacia del conjuro depende del monto pagado. Nade de ello sería grave si se circunscribiera al terreno de la SUPERSTICIÓN, ese que no traspasa la de del usuario en su “conseguidor”; esos fenómenos se producen en otras sociedades, y los medios de comunicación del mundo entero están plagados de anuncios y reclamos de videntes y nigromantes.
En África, sin embargo, aún abundan prácticas esotéricas especialmente brutales que a menudo desembocan en sacrificios rituales de seres humanos. Sobre todo en vísperas electorales -de esas “elecciones” cuyos resultados se conocen de antemano aunque se disfracen de pluralistas-, o ante la posibilidad de una remodelación ministerial, nuestros caminos, ríos y esquinas aparecen jalonados de cadáveres emasculados, descerebrados u otros órganos cercenados. La consecuencia inmediata es el miedo que se apodera de la población, inducida a reconocer a los líderes presuntos poderes paranormales, o impidiéndole ver la simple realidad racional de que el súbito enriquecimiento de determinados personajes sólo se debe al latrocinio. Exista o no, la brujería se convierte así en otro poderosísimo mecanismo de opresión. La segunda consecuencia de tal dominio omnímodo es la banalización de la vida humana, en abierta contradicción con la concepción tradicional, que consagraba a la persona como eje del universo.
Como los africanos sí tenemos al menos nociones de la Historia Medieval y Moderna europeas, conocemos bien los drásticos métodos utilizados por las sociedades occidentales para erradicar las prácticas brujeriles. En pleno siglo XXI nadie puede abogar por la quema o por la tortura de tales individuos. Pero, ante realidades tan pavorosas, no cabe sino propiciar que la ILUSTRACIÓN, desprovista de la inherente deriva despótica, penetre de una vez entre nosotros.
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